Silencio, silencio tan dulce como la miel de sus labios.
Sentía, sentía que me moría. O que empezaba a vivir ahora que reconocía las formas de sus rasgos.
Él me cuidaba con la presa de su halo, yo me dejaba retener por pura voluntad descuidada.
Pretendientes de lo (no) efímero , de la sombra ajena, de la idolatría primeriza.
Le necesitaba, con posesión, con premeditación, con alevosía. A veces, con nocturnidad.
Me deseaba con dedos inquietos, con boca impaciente, con gesto locuaz.
Ambos, hechizados por la poderosa curiosidad del tacto. De la vista. Más de tanto en cuando, del gusto.
Tendencias de enajenados, de delirantes compañeros en busca de territorios remotos.
Me quería, me decía sin decir que me amaba. Despojándose de blindajes hechos de acero, de aprensión, de recelo.
Yo aspiraba al más de sus ecuaciones, a estimar su resultado. A bipolarizarme para hallar su apego.
Eramos cañones a punto de disparar, flechas sin lanzar. Los segundos reservados para el mejor de los besos.
Ánimas encofradas en dos cuerpos conectados.
Conexión perfecta de dos perpetuos enamorados.
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